Todas las personas de los diferentes grupos étnicos pueden usar su lengua, sus costumbres y su cultura sin que otros se lo impidan o juzguen por ello.

A vivir con mi tío Aldo

Creo que nunca había visto el letrero. Lo vi hasta el mero día que llegué con todas mis cosas. Yo había venido a Kipatla, pero nada más de paso.

Una vez bajé a Kipatla con mi abuelita que trajo a vender su cochino. Le dieron muchos billetes. Ese día yo le pregunté que si no estaba triste porque iban a matar a su puerquito. Ella me dijo que sí, que un poco triste, pero que era como cuando yo rompí mi cochinito. Me daba tristeza así, roto, pero también estaba contenta, porque saqué mi dinero. Para comprar un balón de básquet lo saqué.

Desde ese día no había vuelto a bajar a Kipatla. ¡Y menos para quedarme a vivir! Después del sepelio de mi abuelita, me dijo mi mamá que ella tenía que volver a Arizona. Allá trabaja ella con mi papá. Allá, del otro lado. Me dijo que ya no podía yo quedarme en San Miguel Tihuiztlán. Que ya no estaba mi abuelita que me cuidara.

Pero no quiso mi mamá. Tampoco quiso llevarme a Arizona. Dijo que estaba yo chica. Que me tenía que quedar a vivir en Kipatla con mi tío Aldo.

–Él es maestro en la escuela y sabe lo que hay que hacer para que estudies allá.

Sí me cae bien mi tío, pero yo no quería irme de Tihuiztlán. Me gustaba la primaria de allá. Me gustaban la maestra Trini y mis amigos: la Mariquita, la Juliana, el Chigüil. Jugábamos básquet, nos subíamos al fresno grande, mordíamos caña de maíz y nos mojábamos en el río. Era lo que me gustaba. Pero ya no había quién me cuidara y no me pude quedar. Metí mi ropa en una caja y la apreté bien. Con un lazo la apreté y me vine a vivir acá. También mi balón traje.

Juliana, Mariquita y el Chigüil me miraron el día que me vine. Se fueron haciendo chiquitos mientras se quedaban lejos, allá, hasta arriba del fresno grande. Parecían apenas tres lagartijas.

Me gritaban a risa y risa alzando las manos. Acostados en las ramas gordas, como lagartijas.

El fresno también se hizo chico. Parecía un quelite chaparrito, de esos que juntaba en el campo mi abuela.

El libro que perdió muchas palabras

La escuela de Kipatla tiene una cancha de básquet rete bonita, con sus dos canastas con redes y sus rayas pintadas en el suelo. Es una escuela de dos pisos. Es grande porque van muchos niños. En el piso de arriba está el salón de quinto: donde yo estudio. Tiene ventanas altas, pero no se puede sacar la cabeza. Tienen reja las ventanas.

El primer día llegué con mi tío Aldo. Los otros niños habían llegado más temprano y ya estaban en el salón. ¡Quién sabe qué tanto discutían! Algo de unos hombres malos que habían agarrado un armadillo del monte. Para venderlo convertido en charango lo habían agarrado... O algo así. Una niña muy enojada decía que eso estaba prohibido, que a esa gente era para que la metieran a la cárcel. Yo nada más pensaba en el pobre armadillo... ¿Qué culpa tenía? ¿Nada más porque andaba por el monte lo iban a convertir en charango? ¡Pobrecito!

Enseguida que se dieron cuenta de que mi tío y yo estábamos en la puerta, se quedaron todos callados. El maestro Jacinto nos vio y luego todos nos miraron. Yo sentí todos sus ojos puestos encima de mí. Yo también a ellos los veía. Eran un montón y yo me sentí muy rara. Los veía y me daba cuenta de que yo era la única igual que yo. Los otros eran todos diferentes. Sus zapatos eran de otros, su piel era distinta, su cabello se lo peinaban de otra manera. Pensé:

El maestro Jacinto me sonrió y dijo:

¡Ay, yo sentí tanta vergüenza! En medio de las miradas, el maestro me llevó a un pupitre y me dijo:

Entonces me senté y saqué mis cosas del morral: sacapuntas, lápiz, cuaderno, goma... ¡iiih! ¡En eso que me doy cuenta: algo faltaba! ¡Había yo dejado en Tihuiztlán mi libro de texto!

Cuando sonó el timbre todos se fueron. Yo me acerqué al profesor y le dije que ahí en Tihuiztlán se había quedado mi libro.

Sí, me dio otro. Pero no era igual. Estaba todo escrito en castilla, no como el mío, que viene en castilla y en náhuatl. Yo sé escribir y leer en los dos idiomas, porque mi escuela es bilingüe y enseñan los dos. Pero la abuela siempre me ponía más tarea en lengua, y también me hacía repetir muchas veces las lecturas en lengua. Por eso leo y escribo mejor en náhuatl.

¿Para qué me habrá acostumbrado mi abuela a tanto hablar en lengua, si acá sólo estudian puro español? Era feo que no hubiera páginas donde estuvieran las palabras con las que me hablaba mi abuela. Ella decía que eran las palabras de sus abuelos y de nuestro pueblo, que si no las hablábamos nosotros, se iban a perder. Tenía razón mi abuela: en el libro de la escuela de Kipatla esas palabras ya se habían perdido.

Un perro que se llama “Conejo”

Mi tío habló por teléfono a Tihuiztlán y le llevaron razón a la mamá del Chigüil para que mandara mi libro con alguien que viniera a Kipatla. ¡Pa’ saber cuándo sería eso! Mi tío me decía que no me desesperara y que le echara ganas. Al cabo que la maestra Trini también me había enseñado a leer y escribir en castilla. Así que eso hice.

Empecé a fijarme cómo se escribían los nombres de mis compañeros. Estaba Nadia, la que se sentaba junto a mí, la que se había enojado más aquel día por lo del armadillo. Estaba un compañero que se llamaba Julio, otra Elena, Matías, Eloy, Lupita, y Juan Luis. Él no puede caminar y anda para todos lados en una silla con ruedas.¡Hasta juega básquet en su silla! ¡Que hubiera tenido una así Don Manuelito, el compadre de mi abuela, allá en Tihuiztlán! Él tampoco podía caminar. Nada más lo sacaban a sentar en el zaguán cuando hacía buen día. Bueno... no sé si le hubiera servido una silla como esa a Don Manuelito, porque en Tihuiztlán las calles son de tierra y tienen muchos charcos y agujeros. A lo mejor se volteaba Don Manuelito y le salía peor.

Juan Luis canta muy bonito y no le da pena. Canta y toca un instrumento que se llama armónica. Le gusta la música que le dicen grupera y su sueño es que de grande va cantar en un grupo famoso.

La primera que se hizo mi amiga fue Nadia. Me invitaba a jugar con ella en el recreo y al rato se nos juntaban Juan Luis y Frisco. Frisco es uno de sexto año que es amigo de Juan Luis.

Un día hasta fuimos a comer todos a la casa de Nadia. Yo al principio no me quería subir a su bicicleta, pero ella pidió llevarme y ni modo de hacerle una grosería. Me senté atrás y la abracé para no caerme. No me caí. Acá en Kipatla las bicicletas casi no brincan.

Llegamos a la casa de Nadia y ahí me enseñó a su perro. Conejo se llama. Tiene las orejas largas y paradas, por eso le puso Conejo. Creo que se parece al Tichín, un perro de los de casa de Mariquita, pero es más grande y de otro color. Y además, el Tichín no tiene las orejas tan largas. Mejor dicho casi no se parece al Tichín, más que en el modo, porque es un perro muy amable también y muy travieso.

Jugamos bonito y vimos la tele en la casa de Nadia. Estábamos contentos. Al rato, su mamá nos dio veinte pesos para que compráramos en la tienda de Don Esteban. Ahí estuvo lo malo.

La tía Balbina

Estábamos empinados mirando el refrigerador de las paletas. Yo no sabía si comprar la de yogurt o la de tamarindo. En eso, que entra a la tienda una señora. Primero ni me fijé en ella. Se acercó a pedir una sopa y se la fueron a traer. Que se nos queda mirando. Era la tía de Nadia.

Después se me quedó mirando.

Nadia le dijo que sí. La señora nomás se rio y se puso a escribir en un papel. No dejaba de mirarme. Cuando terminó de escribir, ensartó el papel en un clavo de la pared. Bien alto para que todos lo viéramos. Yo empecé a leer:

¡Ay! ¡Sentí muy feo! Pero antes de que yo terminara de leerlo, Frisco se subió a una caja y bajó el papel, lo arrugó y lo metió en su bolsillo.

La tía de Nadia seguía riéndose.

Ahí fue cuando regresó el dueño de la tienda con la bolsita de sopa de letras. La señora Balbina le preguntó, como si nada:

Pagó y se fue. Todos nos quedamos en silencio. Yo me sentí fría, congelada como la paleta de yogurt. Nadia me miró y se volteó para otro lado. Juan Luis cerró la tapa del refrigerador. Pero eso que dijo la señora, como un aire frío, ya se nos había metido al cuerpo. Hasta el corazón se nos había metido.

Por las veredas

A mi tío Aldo no le conté eso. Tampoco le dije que otro día, cuando fui por la leche, me encontré a la tía de Nadia por la calle con otra señora. Que paso junto a ellas y que la oigo decir completo el versito el de la hoja de la tienda. Me miró hablándole a la otra:

Yo me fui caminando rápido, como si no hubiera oído. Llegué a la casa con la cara caliente de coraje, pero a mi tío no le platiqué. Él comía conmigo todos los días y luego se iba a entrenar a los alumnos de la secundaria. En las tardes yo me quedaba sola.

Mi tío me había dicho que era mejor que no saliera. Que anduviera sólo por ahí cerca, hasta que conociera bien la ciudad. Se pasaron varios días sin que Nadia me invitara y yo no me animaba tampoco a hablarle. Como se me hacía muy larga la tarde, se me hizo costumbre terminar la tarea y salir por ahí a caminar.

Cada vez llegaba más lejos. Me gustó mucho descubrir que por ahí también había campo. Encontré lugares que se parecían mucho a los que había por Tihuiztlán. Hallé un árbol grande y un arroyo, una milpa y un bosque con veredas muy marcadas, que son las que me enseñó a seguir mi abuela. Para no perderme.

Una tarde llegué hasta una casita en el campo. Tenía una barda alrededor. No parecía que hubiera gente. Tiré unas piedritas en la puerta, pero nadie salió. De repente, vi un animalito en una jaula. Parecía un armadillo. ¡Pobrecito! Estaba en el sol y no tenía ni un traste con agua para tomar. ¡Y dónde que los armadillos son muy sedientos! Rascaba el suelo con sus patitas, pero le habían puesto una lámina debajo y nomás puro ruido hacía. No se podía escapar. ¿Sería el que habían platicado en la escuela?

Me di la vuelta y hallé un hueco en la barda. ¡Que me meto sin hacer ruido! En la puerta había un letrero que decía: Juan, fui a buscar otro armadillo para el pedido. Regreso con él en la noche. Espérame para prepararlos.

¡Entonces sí era el armadillo que iban a convertir en charango! Lo tenía yo que sacar pronto, antes de que viniera ese señor Juan. Me acerqué a la jaula. Desenredé el alambre que tenía en la puerta, saqué al animalito, lo abracé y me lo llevé de ahí. Lo más rápido que pude corrí sin voltear para atrás, derechito hasta encontrar la vereda.

Leyendo en lengua

Al armadillo le hice un nido de lodo y hojas como los que hacen los pájaros. En el patio de la casa lo hice. En una esquinita donde hay cosas amontonadas. Nunca se asoma mi tío ahí.

En una bolsa de papel le guardaba cascaritas de fruta y pedazos de verdura. También le juntaba unas pocas cochinillas debajo de las macetas, atrapaba mayates o tlaconetes y todo eso le llevaba de comer cuando mi tío se iba. Yo creo que estaba contento porque no se escapaba.

Yo sabía que los animales deben estar en su lugar: en el monte. Eso también me lo enseñó mi abuela. Quería yo dejarlo ir, pero ... ¿y si los malos hombres lo volvían a atrapar? Era mejor tenerlo escondido. Por unos días, aunque fuera.

Cada tercer día iba yo a asomarme a la casa del monte, a ver si ya se habían ido los malos, pero luego se oía un radio, o hallaba yo huellas de llantas por el camino.

Al armadillo le puse Tichín, como el perro de la casa de Mariquita. A lo mejor así le puse para no extrañar tanto a Mariquita.

Yo creo que Nadia sí quería ser mi amiga, pero no sabía si eso estaba bien, o si se iban a burlar en su familia. Creo que quería ser mi amiga. Era amable conmigo y en la escuela me sonreía y hasta platicábamos a veces en el recreo.

El profesor Jacinto siempre ha sido muy bueno y me explica cuando no entiendo algo. En la escuela, menos el primer día, siempre me sentí bien. Sobre todo desde que llegó mi libro. El señor Tomás vino de Tihuiztlán y la mamá del Chigüil me mandó mi libro con él. ¡Qué contenta me puse de tener mi libro bilingüe! Otra vez podía leer y escribir en la lengua de mi abuela.

El profe me pasó al frente a leer en nahuátl, para que todos vieran lo bien que leía. A mí me daba vergüenza. Pero cuando unos niños se rieron, el profesor Jacinto los regañó.

Sin querer a mí me salió una risita.

Entonces mis compañeros me empezaron a preguntar cómo se dicen las cosas en náhuatl. Ahcopechtli, les enseñé que se llama a la mesa; tonalli, que le decimos al sol; yolotl, que quiere decir corazón. Y así, varias cosas que me preguntaban. Unos hasta se las aprendían y las decían muy chistosos, como si tuvieran la boca llena de masa.

A veces, cuando estaban platicando y yo me acercaba, se quedaban callados. Hablaban de mí, yo creo. Me preguntaban qué cosas creíamos en el pueblo, si nos aliviábamos con hierbas, si mi abuela era curandera... Muchas cosas preguntaban. A lo mejor estaban curiosos porque la gente les hablaba mal de mí –como la tía de Nadia– y ya tenían en su corazón desconfianza.

Luego se sorprendían cuando yo contaba lo que hacía en Tihuiztlán. No creían que me despertara sola antes que saliera el sol. Les expliqué que así me acostumbré con mi abuela para ir por agua tempranito. Tampoco sabían que en Tihuiztlán nada más hay llave de agua en el depósito municipal y no en las casas. No creían que yo sabía hacer juguetes con las hojas secas de la milpa, ni que me sabía yo subir a los árboles más altos. Nunca habían oído que alguien le pidiera permiso a la tierra antes de cortar una fruta o unas hojas. Se miraban entre ellos como si no me creyeran. Tampoco habían conocido a ninguna persona que dejara vivos a los alacranes y que supiera quitarles la cola para que no picaran a la gente por ahí.

Los curiosos

Me espiaban. No sé por qué, pero muchas veces me espiaban.

Un día, estaba yo lavando los trastes en la casa. Seguido cuando lavo canto una canción que dice:

La estaba yo cantando enfrente de la ventana de la cocina y cuando alcé los ojos, vi a Juan Luis que me estaba espiando por la ventana. Me dijo:

Se puso colorado y se fue. Nada más eso me dijo.

Otro día Nadia me preguntó que si era cierto que yo salía a merodear por el monte en la tarde. (Así me dijo: merodear.) Yo no sé cómo supo, pero le dije que no. No quería que nadie se enterara. Si mi tío lo descubría me iba a regañar. A la otra tarde, creo que Nadia me siguió, porque la vi corriendo hacia Kipatla cuando venía yo de regreso. Delante de mí venía corriendo.

Una noche se fundieron esos que les dice mi tío fusibles. Yo aproveché para llevarle de comer a Tichín mientras que mi tío los cambiaba allí, detrás de la casa. Salí con una vela al patio y ahí estaba yo, frente al montoncito de hojas del nido de Tichín, hablando con él en lengua y dándole poco a poco su comida de la bolsa de papel. En eso que escucho unas voces bajitas, que levanto la cabeza y que veo salir corriendo a Frisco, Nadia y Juan Luis, con todo y silla de ruedas.

Pero al día siguiente, cuando llegué a la escuela todos me vieron muy raro. Nadie se me quería acercar. A la hora del recreo el maestro Jacinto me dijo que yo no saliera, que teníamos que hablar. Vino mi tío Aldo y me preguntaron que qué pasaba conmigo.

Mi tío Aldo se me quedó mirando con cara de regaño.

Adentro de mí me dio risa.

Un cartel para la tienda

Cuando el profe Jacinto les platicó a mis compañeros que yo había salvado al armadillo se pusieron muy contentos. Mi tío Aldo se fue a la casa y se trajo a Tichín. Todos lo querían ver y me preguntaban qué comía. Sólo mi tío y yo sabíamos qué comen los armadillos. Como mi tío se trajo la bolsita, algunos hasta le dieron sus cochinillas con cáscara de papaya. Tichín, pobrecito, se asustó de ver tanta gente.

Luego, el profe Jacinto me dijo que conocía a unas personas de la Universidad del Estado, que eran científicos que estudian a los animales y que tienen un parque protegido donde los animalitos viven sin que nadie los cace. Me preguntó que si quería yo que lo lleváramos allá.

Nos fuimos en un camión: el profe, Juan Luis, Nadia, Frisco y yo. Todos nos despedimos de Tichín –sólo que yo en lengua– y lo dejamos seguro con los científicos.

De regreso, paramos en la tiendita a comprar algo. Además, me tenían una sorpresa:

Nadia, Juan Luis y Frisco le habían pedido a Don Esteban permiso para poner un cartel grandotote en el clavo de la pared. Allí, en lo alto lo pusieron. Decía:

AQUÍ, COMO ES NATURAL
A TODOS SE TRATA IGUAL.

Juan Luis había buscado a mi tío para que le dijera cómo se decía eso en náhuatl y había escrito abajo:

NIKAJ NOCHI TIKINITAJ LUIKAL KEJ TOJUANTIJ

En eso pasó la tía Balbina. Hizo como que no veía el letrero y siguió caminando.

Yo sentí bonito de tener en la tienda ese letrero en la lengua de mi abuela, donde todos lo pudieran ver.

Mi balón en otra cancha

Al otro día mi tío Aldo me dio una idea:

Estuvo divertidísimo el recreo. Nadia me pidió que jugara en su equipo. Además, a la hora del partido metí dos canastas.

Al final, quedamos empatados.