“En caso de persecución, cualquier persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país”.
Declaración Universal de los Derechos Humanos, artículo 14
En Lumbasa, el país donde nací, ndaku quiere decir casa. Es una de mis palabras preferidas en lingala, el primer idioma que yo supe. El segundo que aprendí fue el francés, porque en Lumbasa es el idioma oficial. Ahí casi todos saben hablar en los dos idiomas. Dice mi mamá que yo aprendí a hablar muy pronto. Que decía mi nombre con todo y apellido cuando tenía apenas un año: Yaro M’bango. Lo segundo que aprendí a decir en lingala fue ndaku. Yo creo que desde bebé me encantaba mi casa.
Era muy bonita, tenía flores en las ventanas y estaba pintada de colores. Tenía un letrero que decía “M’bango Ndaku”, “La casa de los M’bango”. Como quedaba muy cerca de un parque, allí iba yo con mi hermana Asha y con Chienny, nuestro perro. En su día de descanso, mi papá cocinaba. Preparaba un pescado muy rico que se llama Tomson. ¡Mmm, le quedaba tan rico que Asha y yo chupábamos las espinitas!
Me gustaba mucho vivir en Lumbasa... Bueno, hasta que empezó la guerra. Había muchas injusticias en el gobierno, cantidad de gente pobre que no tenía trabajo. Por eso, un grupo de rebeldes comenzó la guerra. Se llaman los maquis.
Primero todo lo feo empezó en el campo, lejos de las ciudades. Diario salían en las noticias las balaceras que había. Un día ganaba el gobierno, otro día eran los maquis los que ganaban. Unos dominaban un pueblo, los otros, otro pueblo más allá. Y la gente que salía de allí contaba historias horrorosas de lo que les hacían los maquis a los que estaban con el gobierno y otras, igual de horrorosas, de lo que les hacían los soldados a los que estaban con los maquis.
En Kimbute, un barrio que no está muy lejos de mi casa, vivía mi amigo Kenyi. Cuando llegaron las tropas, lo agarraron y se lo llevaron para pelear en la guerra. Kenyi no sabe de guerra, sabe nada más disparar pistolas de dardo, o de agua, como unas rojas que disparaban unos chisguetazos muy fuertes y que usábamos para jugar en su casa. A Kenyi se lo llevaron a disparar balas de verdad, a la fuerza, junto con su hermano y su papá. Y eso que Kenyi apenas iba a cumplir 12 años.
Cuando supimos eso, en mi casa nos pusimos tristísimos y tuvimos mucho miedo. Mi papá no quería que a nosotros nos llevaran los soldados a la guerra. Tampoco quería que nos atraparan los maquis, porque ellos también te llevan a la guerra, o te matan si no quieres ir. Por eso estábamos pensando que sería bueno irnos a vivir a otro lado, pero no teníamos otra casa, ni familia en otra parte con quien irnos a vivir. Sólo teníamos miedo.
Una tarde, cuando veníamos en el coche, a unas cuadras de la casa oímos balazos y gritos. Mi papá frenó ahí mismo y nos asomamos a nuestra calle. Escondidos, vimos que los soldados estaban entrando en las casas a la fuerza. Estaban sacando a la gente a la calle. Al señor Vinceau, el vecino de enfrente, le pegaron y lo dejaron tirado en la calle. Se llevaron a su hijo Pierre.
En eso vimos que un soldado salía de nuestra casa.
Mi papá es abogado. Una vez defendió a un cliente que estaba en la cárcel y lo sacó. Después su cliente se fue a la guerrilla con los maquis. Lo tenían fichado, y como mi papá había sido su abogado, también lo declararon enemigo del gobierno.
Se había quedado la puerta de la casa abierta. Yo alcancé a ver que Chienny salió corriendo y se metió a la casa del señor Vinceau. La señora lo acarició en la puerta. Yo creo que se quedó con ellos.
Mi papá arrancó y nos fuimos. Yo me quedé mirando hacia atrás. Supe que todo lo que había dejado ahí adentro –mi ropa, mi balón, mi patineta, mis libros y mi colección de historietas de Batman–, lo había perdido para siempre. Esa mañana yo había salido de mi casa como todos los días. Nunca me imaginé que ya no volvería a entrar: esa ya no podía ser más mi ndaku.
Anduvimos muchas horas por la carretera que llevaba al puerto. Mis papás tenían un poco de dinero en sus carteras. Con eso compramos algo de comer. No paramos ni de noche, porque era peligroso, ¿qué tal si nos agarraban en la carretera los soldados o los maquis?
Ya en el puerto mi papá le vendió el carro a un señor. Con el dinero que le dieron, le pagamos a otro que tenía un barco grande, para que nos llevara escondidos a otro país.
Yo siempre había soñado con viajar en barco, pero, la verdad, me desilusioné: se me hizo muy feo. Me mareaba horrible, me daban náuseas y además, como íbamos escondidos, sólo por una ventanita nos podíamos asomar, a veces, a ver el mar. Muy de madrugada. Era enorme el mar. No tenía final. Era pura agua, sin otros barcos, sin gente, sin casas, ni nada. Yo miraba el agua y pensaba “¿quién sabe ahora a qué casa iremos a vivir?”
Una mañana temprano, Asha me despertó emocionada: había visto una ciudad. Me asomé por la ventanilla y la vi. Todavía estaba muy lejos, pero yo estaba contento de ver por fin un lugar donde tal vez podía haber una casa para nosotros.
Cuando el barco se paró, salimos. ¡Ah, no saben lo bien que se siente volver a pisar la tierra después de tantos días de flotar! ¡Mi hermana y yo dábamos de brincos en el suelo, contentos de sentir que el piso no se movía!
Al llegar, nos pidieron nuestros papeles, pero nosotros no teníamos ninguno, todo lo habíamos dejado en nuestra ndaku. Mis papás, que hablan inglés, le explicaron al encargado, que también entendía ese idioma, cómo habíamos dejado todo en Lumbasa. Entonces llamaron a alguien de una organización mundial que ayuda a la gente como nosotros, a los que tienen que escaparse de su país. Lo primero que hicieron fue ofrecernos algo de comer. Luego nos dieron un poco de ropa y nos consiguieron un lugar donde dormir. Pero esa no era nuestra casa. Teníamos que ir a otro lugar, arreglar un permiso para quedarnos en el país y buscar trabajo para mis papás, escuela para nosotros y todo eso.
Asha y yo estábamos como tristes y al mismo tiempo contentos: tristes porque habíamos dejado a todos nuestros amigos de la escuela de Lumbasa, a nuestros primos y abuelitos, ¡hasta a nuestro perro Chienny!; y contentos, porque ya no estábamos en peligro y podíamos vivir en paz. El miedo se había terminado.
En esos días conocimos a Pedro. Pedro tiene unas patillas muy flaquitas y bigote. Es muy buena gente. Con mis papás hablaba en inglés, pero con nosotros, en puras señas. ¡Era divertido! ¡Hacía caras y nos explicaba todo con sus gestos y con sus manos! Llegó a buscarnos en un carro y nos trajo a Kipatla. Él fue el que por primera vez me dio a probar unos tacos. Ésa, “taco”, fue la primera palabra que aprendimos Asha y yo en español. La segunda: “¡de-li-cio-so!” A Pedro le daba risa cómo lo decíamos. Entonces nosotros le enseñamos a decir:
¡Y él lo decía todo muy chistoso! Mientras más risa nos daba a nosotros, más veces él repetía las palabras.
El papá de Pedro tiene una tienda que se llama “Los Patos”. En la parte de arriba, don Esteban tiene un cuarto para rentar. Ahí empezamos a vivir, pero sabíamos que sólo era por un tiempo. Tampoco ahí sería nuestra ndaku. A mí eso me hubiera gustado mucho, porque en la esquina estaba el puesto que vende periódicos y cómics.
Después de un tiempo, Pedro nos ayudó a entrar a la escuela. Asha entró en el salón de quinto y yo en el de sexto. Como en Kipatla no han visto a muchas personas como nosotros, de origen africano, al principio nos veían raro, pero después ya se les hizo más normal y muchos se hicieron nuestros amigos.
Nosotros tampoco estábamos acostumbrados a estar en un salón con puros niños diferentes. Salíamos al recreo y nos juntábamos mi hermana y yo, sin conocer casi a nadie. A mí los que mejor me cayeron desde el primer día, de todo mi salón, fueron dos: uno que se llama Frisco y otra que le dicen Tere. Ellos fueron los primeros que se hicieron mis amigos.
Al principio mi hermana y yo no entendíamos lo que hablaban. Luego, la maestra Alicia nos dio unas clases de español en las tardes. Poco a poco empezamos a entender... ¡sólo que nos tenían que hablar despacio, porque cuando hablaban rápido, nos quedábamos sin entender nada, mirándonos entre nosotros con los ojos muy abiertos!
Pedro nos ayudó también a sacar nuestros papeles; ya todos tenemos un documento que se llama “de legal estancia en el país” y somos refugiados, o sea que nos podemos quedar a vivir aquí, como si fuera nuestro país. Cuando nos entregaron esos papeles, Pedro nos invitó de nuevo a los tacos, para celebrar. Hacía mucho que yo no veía a mis papás tan contentos como esa noche. ¡Mi papá venía de regreso cantando y bailando por la calle!
Y es que ya con sus papeles mis papás pudieron conseguir por fin un trabajo. Mi papá es abogado, pero como no conoce las leyes de aquí, no puede trabajar de eso. Le dieron trabajo en la Compañia de Luz, haciendo cuentas y metiendo datos en la computadora. A mi mamá le dieron trabajo ahí mismo, en la caja. Es la única cajera de toda la oficina que se peina con muchísimas trencitas, igual que mi hermana. Hay gente a la que le gusta eso.
La primera vez que les pagaron a mis papás la quincena nos compramos ropa y fuimos de nuevo a cenar a la taquería “La Vitamina T”. Esa vez nosotros invitamos a Pedro.
Al día siguiente, mi mamá me dio unos pesos para comprar historietas. Voy a hacer otra colección como la que yo tenía en Lumbasa, sólo que ésta va a estar en español.
Lo que no fue tan fácil fue encontrar casa. Pasamos mucho tiempo buscando. Veíamos el periódico y visitábamos viviendas y departamentos todos los fines de semana: unos estaban muy caros, otros muy descuidados, unos enormes, otros muy chicos. Había unos muy, pero muy feos y otros estaban demasiado lejos de la escuela.
Un sábado vimos una casita que estaba perfecta: no era muy grande, ni muy chica; estaba cerca de un parque, como nuestra ndaku en Lumbasa; no quedaba tan lejos de la escuela; tenía en la parte de enfrente un jardincito con muchas flores diferentes, macetas en las ventanas y un letrero de barro de colores con la dirección, junto a la puerta. También por dentro estaba bonita. Un señor que era el encargado de la casa nos dejó pasar y nos la enseñó. A mis papás les encantó y sí les alcanzaba para pagar la renta. El encargado nos dijo que para rentarla teníamos que hablar con el dueño, el señor Godínez. Nos dio su teléfono y mi papá le habló enseguida. ¡Por fin íbamos a tener nuestra casa!
Al poquito rato mi papá le habló al señor Godínez. No quería que nadie nos ganara en rentar la casa. Dice mi papá que el señor fue muy amable por teléfono.
A las seis en punto llegamos a la casa del señor Godínez. Nos abrió la puerta él mismo, pero en cuanto nos vio, nos dijo con malos modos.
Mi mamá le pasó los papeles.
El señor Godínez sacó unos anteojos y leyó los papeles.
Mi papá estaba sacando sus recibos de nómina para demostrar que ya llevaba tres meses cobrando sueldo, pero el señor Godínez no los aceptó.
... Y nos cerró la puerta en las narices. Mi papá volvió a tocar el timbre. El señor contestó por el interfón.
... Y no escuchó más. Mi papá volvió a tocar el timbre, pero el señor Godínez ya no contestó.
¡Qué rabia! ¡Estábamos furiosos! Nunca habíamos visto una persona que pudiera cambiar de personalidad así de pronto. Nadie dijo nada, pero de regreso caminábamos por la calle pensando todos lo mismo: ni le gustó nuestra raza, ni le gustó que no fuéramos unos franceses con pasaporte, sino unos lumbasences refugiados... Aunque yo digo que eso no tenía por qué importarle.
Una tarde, veníamos de regreso del cine con nuestros amigos en el camión. Yo estaba platicando con Frisco de la película. ¡Habíamos visto una buenísima de detectives! De repente, Asha, que venía del otro lado, me dio un codazo que casi me saca el aire: ahí en la calle, haciéndole la parada al camión estaba el señor Godínez, con otra señora. El camión paró y los dos se subieron, pagaron su pasaje y se sentaron como tres asientos adelante de nosotros. Ni nos vieron. Todos oímos lo que platicaban.
Asha y yo nos miramos. ¡Los ojos de mi hermana casi sacaban chispas de coraje! Frisco movió la cabeza, con los labios apretados y una cara feroz. Iba a decir algo, pero Asha lo detuvo.
La señora se quedó mirando al señor Godínez y muy seca le dijo:
La señora Eva nos cayó bien, pero mi hermana y yo estábamos desilusionados. Nos había quedado todo muy claro.
Frisco y Tere, Nadia y Cristina estaban de acuerdo conmigo. Pero eso no era mucho consuelo. El caso es que nadie nos rentaba y seguíamos sin una casa donde vivir.
Cuando nos bajamos del camión en el parque, Nadia preguntó qué podíamos hacer entre todos para encontrar una casa bonita.
Tere dijo que ella iba a pegar un aviso en el tablero de la escuela. ¿Qué tal si entre los papás había alguien que rentara una vivienda?
Platicando, platicando, se nos ocurrieron muchas cosas, pero la mejor fue una idea que tuvo Nadia.
Y así, a todos se nos fueron ocurriendo cosas. Al final resultó que hicimos seis carteles padrísimos. Asha y yo los pintamos de muchos colores, con grecas y rayas, mientras los demás conseguían los palos y el pegamento. Les pusimos unas cuantas palabras en lingala, que a todos les encantaron, y en francés también. Por lo menos nos entretuvimos y se nos pasó un poco la tristeza.
Cada tarde nos íbamos a un rumbo diferente de Kipatla. La gente primero se nos quedaba mirando, pero después se acercaban a leer los letreros. Algunos hasta nos preguntaron dónde nos podían encontrar para avisarnos si sabían de una casa. Entonces Tere hizo unos papelitos con el teléfono y la dirección de la tienda de don Esteban por si alguien nos quería encontrar.
Un martes fuimos por el rumbo de la calle de Nogal. La casita del señor Godínez ya se había rentado. Vimos a unos niños jugando en el jardincito de enfrente: estaban arrancando todas las flores a palazos, como si fueran pelotas de beisbol. Asha y yo nos quedamos mirando y hasta nos dio risa. Yo creo que estábamos pensando lo mismo: nosotros las hubiéramos cuidado mejor.
Pasamos por un parque y dejamos los carteles en una banca para descansar un rato. Yo estaba de muy buen humor. Mientras los demás se tomaban un refresco, me puse a leer los carteles y se me ocurrió una canción. Así, la fui inventando, casi sin pensar:
Poco a poquito se fueron metiendo los demás. ¡Hubieran visto a Juan Luis: daba vueltas en su silla de ruedas, como un gato que se persigue la cola, y aplaudía sin parar!
Estábamos bailando tan a gusto que ninguno de nosotros se dio cuenta de que alguien nos miraba. Entre vueltas y relajo, palmadas y gritos, nadie vio a la señora Eva, la prima de Godínez, aquélla que iba con él en el camión. Estaba muy divertida mirándonos bailar detrás de un manzano que había en ese parque.
Cuando nos cansamos y nos echamos en bola a la banca, escuchamos que nos aplaudía. Salió de atrás del arbolito y se acercó sin dejar de aplaudir.
¡Ups! A mí me dio un poco de pena, pero ya ni modo. Le dijeron que yo había inventado la canción y le contaron por qué. Entonces le enseñamos nuestros carteles y ella nos preguntó a mi hermana y a mí.
Doña Eva nos apuntó su teléfono en uno de los carteles, debajo de donde decía: “Mi casa, mi ndaku, mi maison”.
Al día siguiente, fuimos todos a ver el departamento.
Al primo de doña Eva, Rubén Godínez, le fue muy mal con sus inquilinos. Parecían perfectos, pero resultaron desastrosos: no cuidaban la casa y a cada rato le debían lo de varios meses de renta.
Algunas tardes, cuando mis papás se sentaban a tomar el aire con doña Eva en el pórtico, pasaba el señor Godínez y entonces sí los saludaba, medio de mala gana, pero los saludaba.
Doña Eva subía a comer con Asha y conmigo muchas veces, porque mis papás salían tarde de trabajar. Otras veces, nosotros bajábamos a comer con ella. ¡Hacía unos tacos dorados...!
Nos dejó pintar el departamento del color que quisimos y también nos dio permiso de mandar hacer un letrero muy bonito que diseñó mi papá, para colgar afuera de la casa. Era muy parecido al que teníamos en Lumbasa. Era de colores y decía:
Eva Godínez ndaku
M’bango ndaku