“Tengo derecho a que no se me discrimine por mi edad, género, sexo, preferencia, estado de salud, religión, origen étnico, forma de vestir, apariencia física o por cualquier otra condición personal”.
Conapred, et. al., Campaña Nacional Hagamos un hecho nuestro derecho
¡Ah, cómo me gusta la bicicleta de acrobacia! Me encanta verla en la tele, en revistas, en páginas de Internet, pero lo que más me fascina es subirme a la mía, pedalearle durísimo, acercarme a la rampa a toda velocidad pensando: “¡Tú puedes, Matías! ¡En ésta sí te sale!” ¡Y hacer bien un salto nuevo por primera vez!
Desde que la tengo, hace como dos años, me he dedicado a arreglarla como la del cartel que tengo en mi cuarto. Si ahorro un dinero, la pinto, con otro poco le pongo sus manijas de hule espuma o le cambio el asiento. Así, con el tiempo, la he ido arreglando y me he comprado un casco, rodilleras, coderas y todo el equipo de protección. ¡Ah, porque a veces me pongo unos trancazos!
Un día estaba con Nadia en el deportivo, practicando como siempre. Todavía no me salía el salto mortal y ahí estaba yo, dándole a lo mismo una y otra y otra vuelta.
Una de esas veces, salí volando y di el giro perfecto en el aire. ¡Yo creí que por fin me había salido! Pero a la hora de aterrizar... ¡pácatelas, que me caigo!: la bici botó por allá, yo por acá y me acomodé un guamazo como de película.
Nadia se asustó mucho y llegó corriendo.
Yo me levanté disimulando el golpe, la verdad. No pensé que me hubiera dado tan fuerte.
Nadia se me quedó mirando azorada.
En eso, me estaba acomodando la camisa, que casi se me había salido y Nadia me vio la espalda toda raspada.
Otra vez disimulé.
Recogí mi bici. Por suerte no le había pasado nada. Sólo un rasponcito en la pintura. Y me fui caminando despacito a la casa de mi amiga.
Nunca le dije a Nadia, pero esa vez fue de las que más me ha dolido una caída en la bici. ¡Ah, cómo me ardía la espalda! ¡Me dolió muchísimo! Pero si algo he aprendido bien, mejor que cualquier acrobacia de la bici, es a aguantar el dolor. Para eso estoy entrenando desde hace mucho.
Lo que pasa es que cuando yo era un Matías Melgarejito así, chiquitito, estaba un día en mi casa, jugando tan tranquilo en el patio, cuando de repente... ¡bum! ¡que explota el calentador ahí, junto a mí!
¡Ay, ay, ay! ¡De milagro no me morí, pero sí me llevé el susto de mi vida! ¡Me quemé horrible! Acá, en la cara, un poco, donde tengo la cicatriz chiquita, acá en la panza, en las piernas... ¡Bueno! Me llevaron mis papás al hospital y ahí estuve muchísimo tiempo.
Me tuvieron que poner injertos de piel en diferentes partes del cuerpo. ¡Eso sí que me dolió, para que vean! Además, ¡estuve años en el hospital! Creo que fueron los días más tristes de mi vida.
Los doctores les dijeron a mis papás que me tenían que animar. Ellos hacían todo lo que podían: me llevaban cuadernos para dibujar, me llevaron el walkman de mi tío para que oyera música, y cuando de plano no hallaban otra cosa con qué alegrarme, me llevaban a Karen, mi hermanita, que traía una nariz de payaso para hacerme reír. ¡Y sí! ¡Se veía tan chistosa! Así, con sus cachetes gorditos y su narizota roja diciéndome: ¡Ías! ¡Ías!, como me decía cuando no sabía hablar bien.
Quién sabe cuánto tiempo estuve entrando y saliendo del hospital. Me iba un tiempo a mi casa y después de unos meses, regresaba. Me tuvieron que hacer muchas operaciones. Sobre todo en las piernas. Finalmente me quedaron bien. Bueno, están llenas de cicatrices, pero así, parchadas y todo, me sirven para pedalear en mi bicicleta, que es lo que a mí más me gusta.
Ya casi no me importa cuando la gente se me queda viendo. Últimamente me ha dado por cerrarles el ojo o sacarles la lengua, y se ríen conmigo. A eso ya me acostumbré, al cabo la gente pasa y se va. Lo que no me gusta es cuando alguien me hace a un lado nada más porque estoy así, cicatrizudo, como yo digo. ¿Qué a poco yo hago menos a la gente porque está chimuela?, ¿o porque se peina de un modo?, ¿o porque tiene la voz chillona? No, ¿verdad? Pues a mí me hicieron a un lado una vez en la escuela, por mis patitas de chicharrón.
Todo empezó cuando al profesor Jacinto se le ocurrió que el festival de fin de curso no lo quería hacer como todos los años. Dijo que quería algo original.
Todos nos empezamos a emocionar con la idea.
Cristina levantó la mano:
Algunos empezaban ya a hablar entre ellos, comentando sus ideas.
¡Yo me emocioné muchísimo! Desde hacía tiempo quería hacer algo con mi bici en la escuela. El patio, que es donde son los festivales, está buenísimo para eso. Sólo me faltaba juntar un equipo de tres.
Antes que otra cosa, tenía que hablar con Nadia.
A Nadia le cayó muy bien mi idea, porque estaba planeando hacer un número de baile con sus amigas, pero les sobraba gente. Estaban haciendo una rifa para ver quiénes se quedaban y quiénes se salían.
Sólo nos faltaba un integrante. Estábamos pensando quién podría ser. Debía ser bueno para la bici de acrobacia. Eso no estaba tan fácil.
Nadia tuvo una buena idea:
A mí todavía no me acababa de salir el salto mortal. Tenía que ponerlo bien, para que Alex lo viera. Necesitaba unos días más.
Al otro día Nadia me dijo que ya había quedado con Alex para ir al deportivo el miércoles de la semana siguiente. Era martes por la mañana. Yo tenía siete tardes y dos días completos de fin de semana para que me saliera el salto mortal. Tenía que convencer a Alex. Si el miércoles nos decía que sí, el jueves podríamos preparar el proyecto y entregarlo el viernes ocho. ¡Teníamos el tiempo justo!
Esa semana pedí permiso a mis papás para no llegar a comer. Les platiqué de mis planes y les expliqué que no podía perder tiempo. Tenía que irme directo de la escuela al deportivo todos los días y practicar lo más posible. Mi papá se ofreció a hacerme una torta cada día para que comiera antes de entrenar. El sábado y el domingo irían ellos también al deportivo, para comer conmigo. Además pedí permiso en la escuela de llegar en bici y dejarla encadenada a un poste de la conserjería. Todo tenía que salir bien.
Hora tras hora me estuve aventando de la rampa con el famoso salto mortal. Salía de la escuela, me iba al deportivo en la bici, me comía mi torta y a trabajar. Una y otra vez, levantándome cuando me caía, sólo para volverme a lanzar. Sábado y domingo, lo mismo. La verdad, fuera de un raspón que me hice en la cara, no hubo grandes golpes que aguantar.
El miércoles de la semana siguiente ya me salía el mortal perfecto una de cada tres veces. Salí de la escuela directo al deportivo, para practicar otro rato.
Como a las cinco de la tarde llegaron Nadia y Alex. Venían caminando, cada uno con su bici a un lado. Yo estaba a punto de volver a hacer el mortal. Decidí que más valía de una vez. No quería ponerme nervioso, así que me ajusté los shorts y les grité:
¡Y que me arranco! Mientras pedaleaba decidí que ese iba a ser el salto mortal más perfecto que había yo hecho en toda la semana. Entré muy bien a la rampa, la subí a buena velocidad, salí volando, hice en el aire una vuelta completísima y... ¡toqué el suelo sin problema!
Alex y Nadia lo habían visto todo desde donde estaban. Cuando voltee hacia ellos, oí que Alex le decía a Nadia:
Nadia sonrió, muy contenta:
Antes de acercarme a ellos, yo ya me sentía el más feliz del mundo. Estaba seguro de que íbamos a ser el mejor equipo de todo el festival. ¡Imagínense la sonrisa con la que llegué a presentarme!
Entonces Alex se me quedó mirando, más serio.
Yo creí que preguntaba por el raspón que traía en la cara.
Y le conté otra vez toda la historia:
Él se quedó callado escuchando. Mientras yo iba contando mi historia, lo miraba. No sé por qué, pero enseguida me di cuenta de que algo no iba a funcionar.
Nadia estaba tan emocionada con eso de que Alex había dicho que sí le entraba con nosotros, que ni siquiera se dio cuenta de lo serio que se había puesto después de que me presenté.
Estuvimos andando en las bicis y practicando diferentes cosas.
Recorrimos el deportivo de arriba a abajo saltando banquetas, avanzando en una rueda, brincando obstáculos... de vez en cuando Nadia le preguntaba a Alex:
Y al rato:
Y luego:
Ya casi cuando oscurecía Nadia dijo que por qué no íbamos por un refresco a la tiendita. Según ella “para brindar por el equipo nuevo”. Pero Alex dijo que no, que le daba mucha pena pero que ya se tenía que ir a su casa.
Cuando Alex se fue, Nadia me dijo:
Le dije que yo creía que Alex en realidad no iba a hacer equipo con nosotros. Ella no estaba de acuerdo.
Pues sí. Alex dio el gran salto hacia atrás. Esa misma noche le habló a mi amiga por teléfono.
Nadia se quedó callada.
Al otro día ella misma me lo contó. Pero no sólo nos faltaba el tercero del equipo, podía quedarme yo sólo, que era lo peor.
Me quedé pensando que si no conseguíamos a alguien más, Nadia se iba a quedar sin proyecto. Ella había dejado el de sus amigas para venir al mío. Tampoco se me hacía justo que se quedara sin participar. Lo peor era que al día siguiente se vencía la fecha.
Nadia no podía decidir. Yo sabía que si ella no le entraba, Alex y su amigo podían conseguir a alguien más para su equipo entre sus amigos. ¡Y eran buenos de verdad! Para Nadia era una buena oportunidad que la hubieran invitado. Yo tampoco hubiera sabido qué hacer en su lugar, pero esa tarde me tenía que romper la cabeza a ver si lograba salvar mi proyecto, con o sin Nadia.
Aquella mañana de viernes se vencía el plazo para entregar los proyectos para el festival de fin de curso. El profesor Jacinto estaba colocando los que ya le habían entregado en el friso del corredor. Se trataba de que toda la escuela los pudiera ver, para votar por sus favoritos después del recreo. Todavía no sonaba la campana. Nadia ya estaba en la escuela, pero yo no había llegado.
En eso llegué yo, derrapando por el corredor. Casi no me quedaba aire. Me había venido a toda velocidad desde mi casa en la bici. Con la poca voz que me salió, le dije al profesor:
Luego tomé aire y, más calmado, le dije al profesor mientras le entregaba el proyecto:
El profesor, sonriendo, me contestó:
Y mientras lo ponía en el friso, el profe veía la foto que ilustraba el proyecto, muy divertido:
El profesor no lo podía creer. Y es que, de verdad, nuestro proyecto era el más original de toda la escuela.
Sólo faltaba esperar.
En el recreo se abrieron las votaciones. Toda la escuela votó. Las cajas recibían papeletas y más papeletas. Cuando sonó la campana aquello se terminó y regresamos al salón.
Esa tarde contarían los votos. ¡Hasta el lunes sabríamos cuáles eran los proyectos ganadores!
“¡Uy! –pensé yo en ese momento– aquí es todo o nada: o estamos en primer lugar o ya no entramos al festival”.
Me moría de los nervios.
¡Wau! ¡La escuela entera nos aplaudía! ¡Estábamos en primer lugar! Karen, mi hermana, se salió de la fila de segundo y llegó corriendo toda emocionada a darnos un abrazo a Nadia y a mí. El profesor Jacinto la vio, pero en vez de regañarla la felicitó por el micrófono.
Yo creo que en parte por ella ganamos. Y es que la foto que nos sacó mi papá para el friso está padrísima: salimos Nadia y yo, los dos con narices de payaso: ella con una peluca azul y yo con un gorro de colores. Estamos en las “Bicicletas inquietas”, en el aire, en un salto mortal cruzado, así, de cabeza. Y ahí, a un ladito de la rampa… ¡nuestra mecánica estrella: Karen, con su nariz roja, unas trenzas paradas con alambre, un overolote con globos en las petacas y un chico desarmadorazo de hule espuma más grande que ella, con el que dizque nos anda correteando para componernos las bicis!
¡Estaba tan contenta aquella tarde cuando se me ocurrió invitarla!
Todavía falta para el festival, pero estamos ensayando y ya nos sale chistosísimo y emocionante el show. El otro día que estábamos practicándolo, llegó Alex al deportivo y la verdad es que se apantalló. Vino a buscar a Nadia y la felicitó por nuestro proyecto.
Yo (a ustedes no les ha de extrañar: a estas alturas ya me conocen) me le acerqué y le dije:
Alex no supo si era en broma o era en serio. Y era en serio. De veras.