“El niño debe ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación. No deberá permitirse que los niños trabajen antes de una edad mínima adecuada y en ningún caso se permitirá que se dediquen a alguna ocupación o empleo que pueda perjudicar su salud o su educación, e impedir su desarrollo físico, mental o moral”.
ONU, Declaración de los Derechos de los Niños (1959) Principio 9
Una cosa que siempre me ha gustado es oír cómo pasan lista en las escuelas. No sé por qué, pero suena bonito cómo dicen primero los dos apellidos y luego el nombre de sus alumnos: “Jaramillo Ortega María Guadalupe, López Astudillo Nadia, M’bango Rudende Asha, Morales Aquino Juan Luis...” Y todos los que están van contestando: “presente“, como si estuvieran en una de esas letanías que se dicen en las posadas.
Si yo fuera a la escuela, me dirían: Delgado Hernández Gabriela, y yo luego luego respondería, feliz de estar ahí. Pero yo no voy a la escuela. Fui cuando era más chica y aprendí a leer y a escribir y a hacer cuentas, pero luego mi papá ya no me inscribió, porque tenía que ayudarle con el gasto vendiendo dulces. Mi papá muchas veces no tenía trabajo. Se pasaba días enteros buscando, pero casi nunca encontraba. Por eso yo le ayudaba. Iba con mi canasta de dulces y mi cartón por las calles diciendo:
A veces me divertía cambiando de voz, o hablando más rápido o más despacio, según me dieran ganas. Los fines de semana, hasta me ponía a inventar versitos para ir diciendo por los parques:
Temprano casi no se vende el dulce, por eso no salía muy de mañana. Aparte, a esa hora trabajaba en el quehacer de la casa con mi papá: lavaba la ropa y trapeaba, mientras que él alzaba la pieza y enjuagaba la loza. Ya más tardecito, acomodaba yo mi canasta y me iba a vender al crucero. Ahí, en la calle de Héroes Anónimos, esquina con San Pascual Bailón, donde está el semáforo grande, que tiene flecha para dar vuelta, ahí me pasaba casi toda la mañana.
Luego, al mediodía, me iba de volada afuera de la primaria Rigoberta Menchú. Siempre llegaba un rato antes de la salida. Ahí me gustaba mucho estar, porque me podía sentar en la bardita, en la sombra de un pirul, y también porque escuchaba lo que pasaba en uno de los salones que da para la calle. Se oía todo tan clarito, que a veces me hacía la ilusión de que estaba yo adentro, con todos los demás alumnos.
El salón que daba a la calle era el de quinto, y el maestro se llamaba justamente profesor Jacinto. La primera vez que me dí cuenta de eso pensé: “¡Jah, hasta rima! ¡Quiiinto, quiiinto, el del profe Jaciiinto”.
Me pareció chistoso. Como que desde entonces me cayó bien todo ese salón, después los fui conociendo y algunos, hasta el profe, se hicieron mis amigos.
Primero sólo me compraban alguna cosa para entretener el hambre mientras llegaban a comer a su casa, luego empezaron a platicar conmigo mientras esperaban a sus papás. Poco a poco me fui enterando de los nombres de cada uno.
Juan Luis era ese al que le gustaba aplastar los mazapanes y comérselos así, todos desmoronados; Matías era el que se compraba paletas de las picosísimas y se las acababa aunque le quedaran los ojos más rojos que las paletas. A Cristina le gustaban los cacahuates japoneses con chamoy de agua y a Asha, los chamoys de agua con cacahuates japoneses, que no es lo mismo.
El chiste es que muchos de ellos se hicieron mis amigos. Unos hasta me hablaban desde el salón. Cuando llegaba con mi canasta, mientras amarraba mi cartón en la reja, decía –un poco quedito, no gritando, para no interrumpir y que el profe se enojara conmigo–:
Una vez que estaban varios, me empezaron a preguntar cosas sobre mí. Que cuántos años tenía, que si vivía cerca o lejos… cosas. Hasta que a alguien le dio por preguntar en qué escuela iba. Ellos pensaban que iba en alguna escuela por la tarde, o algo así. A mí hasta me dio vergüenza, pero les tuve que decir la verdad:
Pero yo nada más me quedé callada. A mí, con tal de ir a la escuela, no me importaría hacer mucha tarea en las tardes o quedar con los ojos rojos, como enchilados, de puritito estudiar.
Esa vez Asha le dio un codazo a Matías y ya nadie dijo nada más de eso de que yo no fuera a la escuela. Yo para entonces ya creía que eran mis amigos. Seguido platicaba con ellos de mis cosas y ellos me contaban de las suyas, pero la verdad nunca me imaginé que se fueran a poner a hacer un trabajo sobre mí. ¡De veras! Eso fue lo que pasó.
Yo escuché que el profesor Jacinto les dijo un día:
Al ratito varios de ellos vinieron a preguntarme si yo sabía cuáles eran mis derechos. Una niña que se llama Nadia me preguntó que si podía llevarse todas las envolturas que había en la cajita que pongo para la basura. Eran puros papeles de los dulces que había vendido. A mí ya no me servían de nada, así es que le dije que sí, aunque no me contestó para qué los quería. Asha me dijo que uno de mis derechos era ir a la escuela. Yo ni sabía bien lo que eso significaba, pero me quedé con los ojos cuadrados, como dos chiclitos de canela. Nadie me había dicho nunca que yo tuviera derecho a algo.
Al otro día no quise ni siquiera ir a vender al crucero. Me interesaba mucho oír lo que decía el profesor de eso de los Derechos de los Niños y también quería saber qué hacía cada uno de mis amigos en sus trabajos. “Al fin que mi papá casi nunca pasa por ahí –pensé–. ¡Uy, porque si se entera me mata!”
Así que, después de trapear la casa me despedí de él y me fui con mi canasta a la Rigoberta Menchú, amarré mi cartón con sus lacitos y me senté en la sombra del pirul, sin avisarle a nadie que ya había llegado. Sólo esperé a que entraran del recreo y se acomodaran en sus asientos.
Nadia fue la primera que pasó.
Luego pasaron otros niños, con trabajos diferentes: sobre el derecho a tener un nombre, sobre el derecho a comer bien y otros muy importantes. Yo estaba atenta. Además, en la calle no pasaba nadie a quien venderle ni un dulcecito de a 50 centavos.
De pronto escuché:
Gabriela, ¡ay, Gabriela, no puede ir a la escuela!
Vende dulces donde va, pa’ ayudar a su papá.
Y aunque ella se quiera instruir, no la llevan a inscribir.
Algo no está muy bien hecho, porque ella tiene el derecho.
Gabriela, ¡ay, Gabriela, no puede ir a la escuela!
Aunque estaba muy bien rimada la canción, me dio tristeza. Primero, porque hasta ellos se habían dado cuenta de que yo quería ir a la escuela, pero no podía. Y segundo, porque en ese momento ya sabía que era algo a lo que yo tenía derecho. Pero, ¿qué podía yo hacer? ¡Ellos no conocían a mi papá!
En eso escuché la voz de Matías:
Entonces Matías explicó:
¡Ay, ay, ay! ¡Eso sí que me dio vergüenza! Matías les estaba contando a todos algo que yo les conté sólo a él, a Cristina y a Asha. Me subí a la bardita para escuchar mejor.
A la salida no les dije nada. Sólo dejé que algunos de ellos me enseñaran sus trabajos. El de Nadia estaba de verdad bonito.
Matías salió con el profesor más tarde. Ya casi todos se habían ido. Me saludó con la mano desde lejos y yo lo saludé. Esa fue la primera vez que también el maestro me dijo adiós con la mano. Nunca me imaginé que lo volvería a ver esa misma noche. ¡Y menos que sería en mi casa!
Yo creí que a mi papá se le iban a salir los ojos como dos pastillitas redondas de su tubo de papel. Acababa de abrir la puerta de la casa y se había topado con el profesor Jacinto, ahí parado afuera en la oscuridad. Él, como si no se diera cuenta del coraje que le estaba dando a mi papá, siguió hablándole como si nada:
¡Entonces sí a mi papá le explotó la cara por la boca como una bolsa de papas y sus gritos salieron disparados contra el profesor!:
Yo me moría de pena con el profesor. Detrás de mi papá le hacía con la mano la seña de que mejor se fuera.
¡Uy, uy, uy! Ahí fue cuando mi papá se arremangó la camisa y por poco se le va encima al profesor:
El profesor se puso pálido.
¡Y entonces sí, se echó a correr para que no lo alcanzara mi papá! Yo hubiera querido salir corriendo, porque en cuanto calculó que el profe ya estaba lejos, entonces se volteó contra mí. Me empezó a gritar que para qué andaba yo de chismosa contándole mis cosas a la gente, que ya me había dicho que eso de la escuela eran puras payasadas, que ni servía de nada…
Como estaba tan enojado me pegó mucho esa noche. Mi papá pega muy fuerte, esa vez me hizo una cortada acá, en el cachete, que me dolía más que todo. En cuanto pude me metí en la cama, hecha bolita, tapada hasta la cabeza y lloré quedito, muy quedito, para que no me oyera. Me retumbaba la cabeza, no sé si por un chipote que me estaba saliendo, o porque sus palabras me sonaban por dentro como un martillo: “¡Ahora sí olvídate de estudiar, inútil! ¿Me oyes? ¡Nunca! ¡Nunca jamás vas a poder estudiar!”
Al otro día me fui a vender como siempre. Al fin, con el cabello suelto, según yo, no se me veía tanto la cortada. Pero me dolía y me sentía más triste que nunca. Lo único que quería yo vender eran lagrimitas, pero no de las que se me salían cada que me acordaba, sino de esas de colores que se muerden y les sale un juguito dulce. Quería imaginarme que si vendía todas las lagrimitas, a lo mejor se me quitaba un poco la tristeza. Hubiera sido bueno que la gente se llevara de a poquitos, así, en paquetes de celofán transparente, hechos bolita mis problemas.
Cuando salieron los niños de la escuela, empecé a decir:
Entonces se me quedó mirando, yo me agaché para que no me viera la cortada.
Yo le dije que sí, pero en cuanto me tocó, pegué el grito.
Él me levantó la cara, preocupado.
Le dije que sí, porque la verdad, me dolía bastante.
La doctora que me curó se llama Lucero Ibáñez, vi el nombre bordado en su bata. Ella fue la que me dijo que lo que había hecho mi papá estaba muy mal. Pero además me dijo otra cosa: que si no quería seguir aguantando esos malos tratos, sí había algo que yo podía hacer. Me sorprendió.
Parecía que la doctora sabía algo del secreto que guardaba debajo de mis cobijas y que sólo había confiado a mis amigos.
También me explicó que después, con el acta, llamaban a mi papá para que dijera si eso era verdad o no, y lo regañaban para que no lo volvier a a hacer.
El profesor y la doctora se me quedaron viendo, como esperando a que me decidiera. Yo la verdad no quería ir a levantar el acta. Me daba miedo. Mi papá se iba a poner furioso de que yo lo hubiera contado todo… ¡y luego hasta iba a quedar por escrito! Pero la doctora me dijo una cosa que me hizo pensar.
–Miedo vas a tener siempre si sigues así. Vas a vivir con miedo mientras no le enseñes a tu papá a que aprenda a respetarte. A lo mejor es algo que nadie le ha enseñado a hacer nunca.
No sabía bien qué hacer. Ellos me dijeron que lo pensara.
Me fui a la casa con mis medicinas escondidas. Para la noche, ya la cara casi no me dolía, pero otra vez me rondaban, debajo de las cobijas, mil frases en la cabeza. Sólo que esta vez, entre los martilleos de los gritos de mi papá, 13 palabras brillaban en la oscuridad, calladitas como luceros:
A lo mejor es algo que nadie le ha enseñado a hacer nunca.
Estuve pensando durante varios días. Sabía que la doctora Lucero y el profesor Jacinto tenían razón, pero me asustaba muchísimo lo que pudiera hacer mi papá. ¿Qué tal si de veras lo llamaban de la Presidencia para regañarlo? ¿Y qué tal si mi papá no hacía caso del regaño y me iba peor?
Por fin, un día me armé de valor y pensé que si no hacía nada, todo se iba a quedar igual; pero, si hacía algo, había la posibilidad, aunque fuera pequeñita, de que las cosas cambiaran. A lo mejor mi papá aprende a respetarme y hasta lo obliguen a inscribirme en la escuela.
Así fue como me decidí y fui una mañana a levantar el acta a la Presidencia con el profesor Jacinto y la doctora Ibáñez. Había una señorita en un escritorio que me preguntaba cosas y las escribía en una máquina de esas viejitas, que tienen un rodillo por donde se les mete la hoja. Luego, le preguntó a la doctora que si ella me había curado, que cuándo había sido la curación y otras cosas así. Al profesor también le hicieron unas preguntas. Luego, nos pasaron la hoja para que la firmáramos los tres.
Levantar el acta no fue tan difícil. Lo difícil era esperar a ver cómo lo tomaba mi papá cuando le dijeran que querían hablar con él. Pasaron varios días. Una mañana vino un señor a buscar a mi papá. Traía un sobre de la Presidencia Municipal. En ella le decían que se tenía que presentar a una reunión obligatoria con el presidente municipal. Mi papá se puso furioso. Cerró la puerta y me dijo:
Esa mañana me fui a vender dulces, y creo que hasta me temblaban las piernas. Cristina y Matías se dieron cuenta a la hora en que salieron de que yo estaba muy nerviosa.
Entonces se acercaron también Asha y Juan Luis, Nadia y otros más. Entre todos se nos ocurrió un plan. ¡Tenía que funcionar!
Aquella noche yo estaba nerviosa, pero no tan asustada como otras veces: no estaba sola. De pronto escuché el portazo. Mi papá había llegado. Y muy de malas, por cierto.
Yo estaba escondida debajo de la mesa.
En eso, Matías prendió la luz desde el fondo del cuarto y todos mis amigos de quinto salieron de donde estaban escondidos.
Pero mi papá ya tenía esa cara que tiene cuando va a explotar.
Yo salí corriendo, pero un grito de mi papá me detuvo en seco.
Matías y Cristina me jalaron de nuevo:
Entonces sí salí corriendo, junto con todo el salón de quinto. Mi papá corrió un rato detrás de nosotros, pero después nos dividimos como habíamos planeado y ya no nos pudo seguir. Se quedó solo en medio de la calle, y a mi me llevó Cristina a dormir a su casa esa noche.
Cuando su tío Aldo nos dio las buenas noches y apagó la luz, las dos nos quedamos calladas intentando dormir. Al ratito, Cris me preguntó:
La verdad, en ese momento, yo no lo creí.
Cristina se quedó dormida en un rato, pero yo me la pasé como esas paletas con cara de payaso: no pude cerrar los ojos en toda la noche. Tenía mucho miedo. No podía dejar de pensar en lo que pasaría al día siguiente, o al otro, si mi papá me encontraba. Después de todo, Kipatla no es tan grande.
Mi papá puede tener muchos defectos, pero no es tonto. Empezó a buscarme por el lugar más lógico. Después de todo, ¿a dónde más podía yo haber ido sin mi canasta de dulces si no a la escuela de Kipatla? El profesor Jacinto me había dejado quedarme en su salón. Cuando mi papá toco la puerta de la escuela buscándome, el portero le avisó y el profe salió a la calle a hablar con él. Salió como si no supiera nada de mí, como si mi papá viniera a hablar con él de lo que habían platicado la otra noche en mi casa:
Enojado, mi papá le contestó:
El profe le contestó:
Mi papá todavía le dijo alguna otra cosa al profesor Jacinto y se fue muy enojado, pateando la puerta de la escuela. Esa noche volví a dormir en casa de Cris.
Al otro día, mi papá volvió a la escuela y le pidió al profesor permiso para verme. Él, sin reconocer que sabía donde estaba yo, le dijo que lo esperara un momento y subió al salón. Me llamó aparte para preguntarme:
Yo me quedé pensando un momento.
Cuando vi a mi papá me di cuenta de dos cosas: una, que había estado llorando. Tenía los ojos rojos y mojados, como chamoys de agua.
La segunda cosa es que traía en la mano mi acta de nacimiento y otros papeles. Yo no me imaginaba para qué los había traído.
¡Guau! ¡Yo no lo podía creer! Fui a darle un abrazo a mi papá y el me dio un beso, por fin en quién sabe cuántos años. Me voltee a ver al profe y él me cerró un ojo. ¡Por fin iba yo a volver a estudiar!
El primer trabajo que hice fue sobre los derechos de los niños. ¡Hice una maqueta con mi canasta, mi cartón y todos los dulces que ya no iba yo a vender!
Bueno… los que sobraron, porque les convidé a mis amigos. Los llevé el primer día y el profesor me dio permiso de aventarlos por todo el patio gritando:
–Chocolates, paletas, muéganos… ¡chicles de canela para mis compañeros de escuela!